miércoles, 21 de septiembre de 2011

La verdadera historia de la maldición de los termos rojos


Luego de una desprolija investigación, creo que estoy en condiciones de contarles esta extraña leyenda sobre las andanzas de objetos que a simple vista suelen parecer inofensivos, pero en realidad, son artífices de delirantes crónicas que yo, humildemente, me dispongo a narrar a continuación con el propósito de desenmascarar a estos crueles “objetos inanimados” que son capaces hasta de poner en discusión nuestra ya cuestionada cordura.

¿Quién no se imagino de niño, que una vez apagada las luces de la casa, todo cobraba vida? ¡Las tazas, la pava, las muñecas, las sillas y la mesa! ¿Quién no sintió temor al oír extraños ruidos de acero en algún rincón de la casa? Para sorpresa de muchos y tranquilidad de otros, estos no son solo temores de la infancia. Hoy puedo decir que todo es cierto. Que nuestros padres han querido protegernos de este mundo tan perverso y claro… de la maldición de los termos rojos.

Todo comenzó aquél viernes, cuando las causalidades de la vida quisieron que tres termos rojos (si… tres termos rojos) se encontraran en aquella oscura cocina de la calle Lerma que a pesar del obstinado trabajo de limpieza de mi madre no lograba mantenerse ordenada por mucho tiempo. Con esto quiero decir que el panorama se presentaba bastante complicado ya que la escena del crimen pudo haber sido modificada o más bien, entorpecida por platos sucios, ollas con restos de comida, vasos olvidados en la mesa o aquella panera que guardaba las migajas de algún almuerzo familiar.

Pero volvamos al hecho. Ahí estaban, uno al lado del otro, firmes, con su cuerpo de violento granate. Tal vez pensaban en el destino, porque los termos también piensan en el destino, y esto es una aclaración para aquellos que creen que solo nosotros “los humanos” tenemos derecho a pensar en esas cosas. No señor.

Uno de ellos, hace tiempo que vivía ahí. Justo esa noche pensaba en la vida, en la cantidad de cebadas que le había tocado vivir, en los momentos difíciles, en las veces que estuvo a punto de perder su vida por alguna maniobra imprudente del cebador. Esa noche soñaba también con ser un buen anfitrión. Al fin y al cabo, algún día le podía pasar a él, que lo dejen olvidado en alguna cocina ajena. Pensó en romper el hielo, o evitar que se “enfríe” la relación, entonces largo algunos chistes en referencia al color rojo que en evidencia los identificaba al menos, superficialmente.

EL segundo era el más delgado de los tres. Y el más friolento, aunque el precavido se había llevado puesto un abrigo negro. Igual… debajo de esa frágil estructura de cuero, estaba su granate cuerpo de acero. Y a decir verdad, era un termo bastante engreído. Se las daba de ganador solo por llevar un pico vertedor más sofisticado que el de los demás.

Por último, el termo gordito. Esos que uno compra por simpático. Era tímido y le costaba un poco entrar en confianza. Si uno lo miraba mucho, se ponía aún más colorado, como de un furioso rojo de “la tapa a la base”. A veces por la noche lloraba. Se acordaba de un viejo amor no correspondido que le quitaba el sueño y que él, de puro cobarde, nunca se animó a compartir en recuerdos con sus otros amigos termos.

Estos son los protagonistas del relato. Pero ojo, no estaban solos. Las circunstancias de la vida de un termo son bastante predecibles. Que termo no le tocó cruzarse con alguna bombilla, o un mate, o con las populares tazas y si, es cierto que la mayoría de los termos son aficionados a la yerba.

Lo que paso esa noche pocos lo saben, y las hipótesis abundan. Tal vez, una pelea hizo que el termo anfitrión junto al gordito melancólico hayan decidido contratar a un sicario de termos y luego terminar con la vida del engreído termo de acero y pico sofisticado. O… tal vez, en un acto de locura y desesperada necesidad de llamar la atención el termo anfitrión no pudo soportar la idea de ser remplazado y decidió matarlos en un siniestro pero brillante plan. O quién sabe… el gordito que parecía incapaz de matar a una taza, era en realidad un termo con tendencias psicópatas como resultado de una infancia nefasta. Y porque no, pensar en los utencillos de cocina que no soportaron la idea de convivir con los tres termos rojos y decidieron terminar con sus existencias, en protesta a las convenciones arbitrarias de la moda que señalaron al rojo como el color de la temporada. ¿Es que nadie pensó que no a todos les queda bien el rojo?

Como dije antes, las hipótesis abundan. Hay quienes señalan al termo anfitrión por ser el único que, aparentemente, quedó con vida. Sin embargo, no son pocos los que sostienen que la maldición de los termos rojos ya nos está pisando los talones. Ya los mayas anticipaban esta catástrofe. Dicen que el termo anfitrión volverá para vengarse de quienes mataron a sus dos amigos, y cuando los encuentre… ¡Ay cuando los encuentre! Serán maldecidos a vivir en un termo hasta el 2012, cuando llegué el fin del mundo, y los únicos que queden sobre la faz de la tierra sean los termos ¡Y no sólo rojos! ¡Termos verdes, amarillos, naranjas! Y yerba claro… porque como dije antes todos los termos son aficionados a la yerba.

Pipi villagra

* dedicado a la familia villagra, al parecer, traficantes de termos.

martes, 14 de junio de 2011

CHE


Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.

JULIO CORTÁZAR
(octubre de 1967)

sábado, 26 de febrero de 2011

LA BALLENA AZUL

Tal vez a legua y media de Yala- lo cual antes era mucha distacia, cuando la velocidad no había impuesto su ritmo a la vida y el hecho de nacer en un lugar era primordial o importante- estaba el poblado de Los Molinos; quizá no un poblado- meros rastros de una antigua merced- sino tan sólo unas cuantas viviendas junto a la gran sala donde durmió el general Belgrano.

La casa todavía existe, casi en ruinas, ahora al costado de una alevosa carretera que le expropió buena parte de su huerta, dejándole el torreón de las palomas, las verandas y el muro, algunas palmeras y dos o tres nísperos hueros y obstinados. De esa casa conservo un olor, un claroscuro, algunos pedazos de cielo entre las alfajías de su techumbre careada, la figura silenciosa de una mujer marchita, de cabellos negros y larga pollera verde; una luminosidad y unos zumbidos de alma en pena deambulando a la hora de la siesta también están presentes otros ruidos, confusos o amortiguados o inexistentes, como eco de aquel mundo muero tiempo atrás, que acababa de llegar. En una de las habitaciones de esa casa, frontera de una acequia- espacio pircado de por medio, con pisingallos y matas de frutilla silvestre creciéndole por todos los costados- estaba el aula donde funcionaba la escuela.

En esa escuela, al igual que en todas las demás escuelas a las que después, no recuerdo haber aprendido nada que me sirviese, pero tengo unidas aquellas imágenes docentes y sucesivas con la idea de la crueldad, la humillación, el deber impuesto, autoritario y castrador, la educación dictada a palos, al margen del rítmo de nuestra vida, propinada con el extraño lenguaje de los manuales y las cartillas, que tragábamos a viva fuerza, como un alimento ajeno, calmo y forzoso.

La clase daba comienzo cuando la maestra- entonces una Sra. Ad honorem- llegaba a bordo de un Rugby conducido por un hombre flaco y mudo, a veces mucho después de todos nosotros. Los bancos eran para dos alumnos y yo me sentaba junto a una niña gorda, de unos trece años, entenada de un puestero de San Pablo de los Reyes, que aparecía, siempre la primera, de a pie, o a menudo montada en un burro con árganas de varillas de sauce que su padre empleaba para recolectar las verduras. No tenía guardapolvo; tenía ojos vivaces pero desconfiados y cautelosos como los de un pájaro y se llama Pancha; de tarde servía casa del hacendero Muñoz, para peinar a la dueña, despiojarla y destrenzar y trenzar sus largos cabellos. Era unos cinco años mayor que yo.

El aula era una sola y del primero al cuarto grado todos íbamos juntos. Había, en un rincón, un esqueleto humano, de pie, colgado de una vara y en la actitud tambaleante de un borracho; en el otro rincón había una alta percha de astas y al frente y hacía arriba un retrato de prócer con cara de oligofrénico.

La maestra ese día repartió las pizarras y tres pedazos de tiza de colores distintos entre algunos alumnos, y dijo: “Hoy van a dibujar una ballena. Una ballena es un cetáceo mamífero, que vive en el mar y tiene esta forma que yo hago en el pizarrón. Copien”

Era un asunto deslumbrante y maravilloso para quienes vivíamos en las montañas y jamás habíamos salido más allá de cinco leguas a la redonda. Ni las pizarras ni las tizas alcanzaron para mí, que tuve que mirar cómo trabajaba Pancha.

Al cabo de diez minutos la maestra, que luego de dibujar en el pizarrón había permanecido en su escritorio masticando sen-sen, en silencio, vino a pasearse entre los bancos para observar el trabajo. De ese momento ahora recuerdo las gastadas baldosas del piso, el taconear de sus zapatos y el aleteo espantadizo de algún murciélago en la cumbrera tenebrosa del techo, cuando sonó la bofeteada junto a mí.

-“¡Idiota!”, gritaba la maestra con la pizarra de mi compañera de banco en sus manos, -“has pintado de azul la ballena! ¿De qué color entonces habrías de pintar el mar? ¡Fuera de aquí, pedazo de burra!

No me dí cuenta en que momento Pancha desapareció del aula. Dicen que primero estuvo llorando sentada entre las matas, debajo de unos tarcos. Depsués, seguramente huyendo del pavor del mar y la pedagogía, nunca más volvió a la escuela.

Yo me salvé, ignorando, tal vez porque mi padre jugaba al ajedrez y vivíamos en una casa blanca.

Héctor Tizón.

Revista Tres Puntos, 6 de enero de 1999.

*Héctor Tizón nació en 1929 en Yala, Jujuy. Escritor, periodista, abogado y diplomático argentino. Es o fue juez de la corte de Jujuy. Hay una película basada en una de sus obras que se llama El destino, es muy linda, véanla!

martes, 11 de enero de 2011

Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes


Otra vez más publicando un texto de María Elena Walsh. Otra vez más, pero diferente. Trantando de ampliar los límites de la memoria, recordarla por su literatura para adultos y su lucha. Después de todo yo la recordaré por eso, no sólo por hacerme imperdonablemente feliz durante mi infancia.

En agosto de 1979, en el Suplemento “Cultura y Nación” de Clarín, María Elena Walsh publicó una nota, de la que aquí se reproduce un fragmento, que funcionó como una voz a favor de la lucidez y en contra de la censura practicada por la Dictadura.


Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes

Si alguien quisiera recitar el clásico “Como amado en el amante / uno en otro residía ...” por los medios de difusión del País-Jardín, el celador de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra amante, mucho más en tan ambiguo sentido.

Imposible alegar que esos versos los escribió el insospechable San Juan de la Cruz y se refieren a Personas de la Santísima Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tuntún y autores porque están en capilla.

Atenuante: como el celador suele ser flexible con el material importado, quizás dejara pasar “por esa única vez” los sublimes versos porque son de un poeta español.

Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser poesía, cosa muy tranquilizadora. El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión popular.

El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada paso. Suele ignorarse su currículum y en que necrópolis se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral, que fue capaz de incinerar La historia del cubismo o las Memorias de (Groucho) Marx. Que su cultura puede ser ancha y ajena como para recordar que Stendhal escribió dos novelas: El rojo y El negro, y que ambas son sospechosas es dato folklórico y nos resultaría temerario atribuírselo.

Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo, por vocación, porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.
Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.

La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos —debemos— denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos las del siglo XX y no las de Khomeini.

El productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas pero quién va a probarlo: ¿no son obscenas las láminas de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye.

Un autor tiene derecho a comunicarse por los medios de difusión, pero antes de ser convocado se lo busca en una lista como las que consultan las Aduanas, con delincuentes o “desaconsejables”. Si tiene la suerte de no figurar entre los réprobos hablará ante un micrófono tan rodeado de testigos temerosos que se sentirá como una nena lumpen a la mesa de Martínez de Hoz: todos la vigilan para que no se vuelque encima la sémola ni pronuncie palabrotas. Y el oyente no sabe por qué su autor preferido tartamudea, vacila y vierte al fin conceptos de sémola chirle y sosa.
Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos de Quino que se preguntaban: “¿Nosotros qué éramos ...?”

El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación, que debería ser constitucional.

La autora firmante cree haber defendido siempre principios éticos y/o patrióticos en todos los medios en que incursionó. Creyó y cree en la protección de la infancia y por lo tanto en el robustecimiento del núcleo familiar. Pero la autora también y gracias a Dios no es ciega, aunque quieran vendarle los ojos a trompadas, y mira a su alrededor. Mira con amor la realidad de su país, por fea y sucia que parezca a veces, así como una madre ama a su crío con sus llantos, sus sonrisas y su caca (¿se podrá publicar esta palabra?). Y ve multitud de familias ilegalmente desarticuladas porque el divorcio no existe porque no se lo nombra, y viceversa. Ve también a mucha gente que se ama —o se mata y esclaviza, pero eso no importa al censor— fuera de vínculos legales o divinos.

Pero suele estarle vedado referirse a lo que ve sin idealizarlo. Si incursiona en la TV —da lo mismo que sea como espectador, autor o “invitado”— hablará del prêt-à-porter, la nostalgia, el cultivo de begonias. Contemplará a ejemplares enamorados que leen Anteojito en lugar de besarse. Asistirá a debates sobre temas urticantes como el tratamiento del pie de atleta, etcétera.

El público ha respondido a este escamoteo apagando los televisores. En este caso, el que calla —o apaga— no otorga. En otros casos tampoco: el que calla es porque está muerto, generalmente de miedo.

Cuando ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece regida por un conjuro mágico no nombrar para que no exista. A ese orden pertenece la más famosa frase de los últimos tiempos: “La inflación ha muerto” (por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta quizás pero cada vez más rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor, el doctor Zimmermann, que se limite a ser bello y callar.

Sí, la firmante se preocupó por la infancia, pero jamás pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes. Menos imaginó que ese país podría llegar a parecerse peligrosamente a la España de Franco, si seguimos apañando a sus celadores. Esa triste España donde había que someter a censura previa las letras de canciones, como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde el doblaje de las películas convertía a los amantes en hermanos, legalizando grotescamente el incesto.

Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabernos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué. (....)

María Elena Walsh